lunes, 21 de julio de 2008

Arder. Una flama entre las llamas.

Arder, de Ramón Granados, es un poemario que convence por la técnica, las imágenes, el lenguaje, la fuerza e intensidad que alcanza y sostiene casi de principio a fin, el filo y la agudeza penetrantes, zahirientes, con que observa, analiza y cuestiona la realidad.

Hay una relación simbiótica –diría- entre este nuevo volumen y el primero de este joven y talentoso poeta, que ya es más que una mera promesa –como lo afirma, nada menos, don Herminio Martínez-. En Campos casi infértiles ya encontramos, junto a ese conocimiento de causa con que juega y recrea las palabras, una destreza y fluidez raras en alguien que entonces acababa de cruzar los 20 años, y algo que era aún más inusitado, el germen de un estilo –algo sobre lo que volveré líneas abajo-, y en paralelo a su crítica del entorno una serie de ejercicios introspectivos, una conciencia de sí mismo y del dolor, el desasosiego, la soledad.

Naturalmente, el Ramón Granados que reaparece en Arder es más experimentado, mejor lector y más sensible y esto se refleja en un dominio mayor de la forma y una inmersión más profunda en sus temas. La música, el ritmo, la nitidez de las imágenes, la limpieza en la estructura de los textos, los ecos depurados de voces que ya resonaban en Campos casi infértiles y -como ya lo mencionaba- con una visión de mayor alcance y hondura.

Un poeta de verdad, fiel a su sino, nunca acaba de ser. Vive en continua búsqueda de su lugar en los territorios de la lengua y la creación. El sitio donde hoy se halle será temporal, una vez agotadas las fuentes que lo liguen a ese espacio, su sed de ser y mirar y cantar lo llevarán a otras aguas. Así nuestro poeta, que parece cerrar un círculo virtuoso con Arder, donde ha entrado y salido del infierno del mundo y se ha asomado al abismo de sí mismo para triunfar sobre sus fantasmas y demonios. Quizá sea momento de que explore otros terrenos. Aunque, a decir verdad, nadie sabe hacia dónde debe dirigirse, ni si encontrará manantiales propicios. También es cierto que un poeta de verdad sabe callar a tiempo, cuando ha dicho lo que debía decir, cuando se enamora del silencio por sobre lo que puede decir. Pero no hay verdades inmutables, en ese lance podría equivocarse y los lectores seríamos los grandes perdedores. En este sentido, la obra aparentemente breve de Ramón Granados es más producto de la contención y la autocrítica certera que de la esterilidad, lo cual habla bien de su instinto. Él, en la soledad de su cuarto, ante los signos de las páginas que guarda o los que se le revelen en el futuro, sabrá escoger entre darlas a la luz o darlas al fuego.

Desde luego, muchos esperamos que nos tenga deparados invenciones y descubrimientos abundantes, porque confiamos en su trabajo e inspiración, porque es muy probable que lo mejor de su producción está por venir.

Ramón Granados no rehuye el asumirse como la voz de la tribu –de acuerdo con las antiguas tradiciones líricas y movido por su circunstancia-. Sin embargo, su poesía no es ideológica, a la manera del Neruda o el Alberti menos afortunados; tampoco es eso que se llama de protesta, entre la demagogia y la arenga, entre lo políticamente correcto y lo cursi. Se mueve en un viento más tenue y sutil. Nunca pierde de vista ni de oído que del poema redondo al poema descuadrado hay una línea finísima, y salvo mínimos y muy contados desatinos suele librar los peligros de la poesía panfletaria o propagandística.


Ahora, ¿qué quiere decirnos esa voz a través de Arder? Que el joven que habla se conturba y angustia ante un entorno más bien grisáceo, grotesco, plagado de absurdos, de injusticias, de estupidez, que mueve al desánimo. En ese panorama resurgen los desterrados, los campesinos olvidados de siempre, las tierras convertidas en páramos, la maquinaria impersonal del dinero y su imperio que destruye la naturaleza y aniquila voluntades e inteligencias. El desastre global y humano que desde hace al menos tres décadas se ha podido prever no ocurre sólo en los polos, en el archipiélago malayo, en los ríos de China, en los países africanos más pobres, con las migraciones masivas a Europa, con las inundaciones y oleadas de calor que asolan a continentes enteros, con la contaminación atmosférica y terrestre que envenena a los hombres, la flora y la fauna y los devasta. Ocurre a nuestro alrededor y ocurre en nuestro interior. Por ello, Ramón Granados lanza “un grito mudo que hace eco en las vísceras”, sintetiza inmejorablemente Roberto Morris.

El poeta registra y da cuenta de la degradación de la realidad, la descomposición de las almas. Donde otros, unos cuantos, no ven o no quieren ver, él se yergue para hablar por todos los demás, sin proponérselo, al hablar de él. Mira y habla incluso por quienes sin ser conscientes del desorden lo padecen. Lo hace sin imposturas ni afectaciones; la naturalidad, cierta llaneza y una vena rulfiana y sabiniana son dotes de Ramón. Digo lo anterior porque más de una vez, en Arder y en Campos casi infértiles, los versos me han remitido a Comala o a El llano en llamas con sus personajes, sus historias de desgracias sucesivas, de ilusiones vanas, su rala vegetación, sus animales escasos y, como telón de fondo o como sombra funesta, el poder y su ineficacia, impotencia y mala fe; porque Granados humaniza las tragedias y se conduele de sus semejantes, su pueblo, su país; porque sufre sus propios dolores, caídas y los golpes que le propina la vida sin pudores falsos ni mucho menos poses heroicas.

A ello aludía cuando hablaba de estilo. Igualmente a que Granados se afirma en Arder como un poeta que ejerce la economía verbal y elude el caer en la prosa cortada, riesgo latente en sus construcciones, y no confunde la expresión de sentimientos con el sentimentalismo. Cuida también el fondo.

Frente a aquella sensación de andar por un “camino de árboles muertos”, de que “se atora el futuro/ entre raíces sedientas”; de donde brotan vocablos como insomnio, tierra, lluvia, polvo, frío, sombras, miedo, grietas, ecos, ánimas, espera, ausencias, vigilia... en sus acepciones más lóbregas, como una “noche que no sana”; sensación de transitar por parajes materiales y espirituales donde “el alma se deshidrata”, el poeta implora:

“No te olvides, Dios,
del hombre que come arena y llanto
y se flagela”.

Frente a tanta oscuridad, busca incesantemente aquello que puede redimirlo y reivindicar el sentido de la realidad. Por un lado encuentra a la poesía, por otro anhela el abrazo “con la tenue sombra de la ausencia”. La invoca:

“Eternízame,
flor desconocida.”


Flor etérea, inasible, un nuevo fantasma: “¿De qué está hecho tu nombre?”

Si en algún momento de este ardiente delirio, Granados nos espeta:

“Llegué con la voz en la mano
para azotar mi grito contra las ruinas de la vida”,

en otro le dice a ella:

“y que tu luz me lleve cada día
a reposar a la sombra de tus ojos.“

Canto individual, colectivo y universal, por ende destinado a encender las fibras íntimas y la razón de sus lectores, Arder refrenda la vocación y la pasión de nuestro poeta. Ahora, toca a él ser fiel al llamado de la creación, a su voz, a su intuición y a sus aprendizajes. El camino de la poesía, flanqueado por plantas de luz y vida, pero camino arduo, nada fácil, sin cabida para las autocomplacencias ni la pereza ni los facilismos, le depara exigencias y rigores para arribar a otros puertos o –como ya se dijo- la frustración y el naufragio, o el silencio.

En tanto, Ramón Granados espera, persevera, avanza con la paciencia de Ulises: “Que venga tu amor y lo queme todo.” Ahí suele estar la única salvación inequívoca: arder en la flama del ser amado.


Alejandro González
Julio 18 de 2008

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